I- Introducción
El impacto global de la mano del ser humano sobre el planeta ha dado lugar a una nueva era geológica denominada
Antropoceno (Keys, et al., 2019). Esta se caracteriza por una alteración del normal funcionamiento del planeta que se
manifiesta en una serie de problemas como la extinción de las especies, la aparición de nuevos materiales contaminantes y de
nuevas enfermedades, que tiene un efecto negativo en el bienestar de las personas. Para hacer frente a esta situación, la
organización de Naciones Unidas (ONU, 2015) ha propuesto la Agenda 2030 donde se definen 17 Objetivos de Desarrollo
Sostenibles (ODS). Estos, a su vez, están integrados por 169 metas que tienen un potencial transformador para movilizar a las
personas y a los países. Su interés se centra en abordar una variedad de asuntos, desde la desigualdad hasta el cambio climático,
la capacidad productiva, la paz y las alianzas (Ramos, 2021). La Agenda incluye una compleja gama de desafíos sociales,
económicos y medioambientales interconectados que requieren una transformación profunda de la sociedad y de las personas.
En este contexto, para orientar a la sociedad hacia cambios que promuevan un futuro sostenible, la educación se ha convertido
en un agente clave (Baena-Morales, Merma Molina y Gavilán-Martín, 2021).
La universidad como institución innovadora, creadora y difusora de nuevos conocimientos desempeña un rol fundamental
para contribuir a resolver los problemas globales (Martínez-Virto & Pérez-Eransus, 2021; Sánchez et al., 2017). Por ello, debe
asumir un papel de liderazgo para propiciar el cambio hacia sociedades más justas y sostenibles. En este sentido, una de sus
prioridades debería ser la promoción y el desarrollo de manera sistemática y explícita de competencias necesarias para la
sostenibilidad como el pensamiento sistémico, abierto, crítico o creativo, y la capacidad de acción y de colaboración. Sin
embargo, la cuestión no solo radica en el conocimiento de dichas habilidades, sino en cómo hacer que la educación
universitaria sea transformadora, emancipadora, participativa e inclusiva (Biberhofer, 2019; Förster, Zimmermann & Mader,
2019; García-González, Jiménez-Fontana, Azcárate & Cardeñoso, 2017). La UNESCO (2017) sostiene que la mejor vía para
ello es la educación. En este proceso, el papel del profesorado, especialmente del formador de formadores, es clave para
alcanzar un mundo más sostenible.
Igualmente, los docentes del sistema educativo formal son los responsables de educar a las futuras generaciones y han sido
catalogados como los líderes de la Educación para el Desarrollo Sostenible (EDS). Estos no podrán utilizar este nuevo enfoque
si no han adquirido, previamente, las competencias necesarias para ser verdaderos maestros sostenible (Vega-Marcote, Varela-
Losada & Álvarez-Suárez, 2015). En base a ello, queda patente que la formación inicial del futuro profesorado debe responder
a los retos y las aspiraciones del siglo XXI. En este sentido, se han de fomentar en dichos profesionales valores y aptitudes
para promover el crecimiento sostenible, así como para contribuir a la convivencia pacífica (Albareda-Tiana, Vidal-Raméntol,
Pujol-Valls & Fernández-Morilla, 2018).
II- Planteamiento Teórico
2.1 La importancia de la disposición hacia el pensamiento crítico
La academia ha discutido y reflexionado en torno al significado del pensamiento crítico y acerca de cómo se puede abordar
en el aula. De lo que no cabe duda es que el pensamiento crítico es la habilidad del siglo XXI (Reeve, 2016; Sagun, Ateşkan,
& Onur, 2016), pues es esencial para la vida (Changwong, Sukkamart, & Sisan, 2018). Se refiere especialmente a la capacidad
de los individuos de cuestionar sus pensamientos sobre una base racional, de reflexionar y pensar razonablemente centrándose
en la toma de decisiones (Ennis, 1962). Es el pensamiento sistemático y lógico (Paul & Elder, 2008) que permite que las
personas sean conscientes y evalúen e interpreten su propio proceso de pensamiento y el de los demás. En suma, el
pensamiento crítico es importante para todas las personas (Cheng & Wan, 2017) y hace hincapié en la capacidad de
comprender opiniones, dar sentido a las ideas y tomar decisiones lógicas. De hecho, As' ari, Mahmudi y Nuerlaelah (2017) y
Facione y Facione (1992) ya habían señalado que las personas que tienen una disposición favorable hacia el pensamiento
crítico también poseen habilidades relacionadas con las de la vida como ser curioso, estar siempre informado, estar dispuesto
a utilizar la reflexión, creer en el proceso de investigación razonada, tener confianza, tener pensamiento abierto, ser flexible,
comprender las opiniones de los demás, ser objetivo o imparcial, tener sabiduría, estar dispuesto a reconsiderar y revisar, si
es necesario, y ser honesto. Bejarano, Galván y López (2014) añaden, además, que el pensamiento crítico es relevante y
necesario porque está directamente vinculado con las competencias clave del aprendizaje permanente, favorece el desempeño
académico, la práctica científica y promueve la formación de toma de decisiones y resolución de problemas. Igualmente
permite que las personas usen sus conocimientos e intereses para decidir qué hacer y cómo alcanzar sus objetivos. Sin
embargo, fomentar y desarrollar el pensamiento crítico no es una tarea sencilla puesto que está relacionado con otros
elementos como la motivación del alumnado y la metodología docente, el género, la edad y los planes de estudio. Estas son